Había salido de la cordillera para entrar en una zona difusa por su plana uniformidad, difusa para el mapa que llevaba conmigo, y difusa, también, por esa rara sensación que tenemos los motoristas en algunos parajes extraños del Planeta. Sí, algo así como si nos hubiéramos adentrado en una especie de triángulo de las Bermudas. La cuestión es que el navegador había entrado en contradicción con mi sentido de la orientación y con las escasas notas que aparecían en el plano, llevándome a pasar hasta cuatro veces por la misma rotonda, con un brazo de diez kilómetros en cada ida y otros diez en cada venida. Desesperante.
Cuando vi en el margen de la ruta una de esas estaciones de servicio francesas, apartadas y rurales, decidí detenerme al objeto de poner en orden mis pensamientos, marginar la frustración y sobre todo para eludir la desesperación que ya comenzaba a bullir desde mi estómago hasta mis pómulos, con el calor que me estaba cayendo encima.
Apagué el motor de la magnífica Ducati Multistrada que me había llevado hasta aquel rincón ignoto, en algún lugar al sur de Pau, y me apeé de ella dispuesto a entrar en la estancia anunciada bajo un rótulo de lectura un tanto pretenciosa: “Boutique”. Pero antes de echar el paso, un aborigen ataviado con su mono azul, salpicado de vistosos lamparones, salió de lo que parecía un taller agrícola en otra parte del edificio, saludándome con una cordialidad que me resultó incluso intempestiva. Al pasar a la tienda, la imagen que mostraba la pretendida boutique era tan desoladora que parecía encontrarse en el trance de un desalojo; y al mirar en el frigorífico, su aspecto desangelado no me ofrecía ni una triste Coca-cola para reanimarme con el efecto de su cafeína, por lo que tuve que conformarme con un refresco dulzón basado en el lejano sabor de alguna fruta exótica.
Cuando abrí la lata y escancié el primer trago, largo, cayendo sobre mi garganta como una redención, escuché a mi espalda un balbuceo del supuesto mecánico, con una frase que empezaba por la voz francesa “combien”, y de la que no fui capaz descifrar nada más, bien por mi nulo interés y bien, desde luego, por mi trasnochado francés. Y ahora viene este paleto a darme el tostón con la moto, pensé. Mil doscientos, le dije; 1200, repetí, ante su gesto de incomprensión. Hasta que reaccionó y volvió a preguntarme, esta vez con mayor énfasis, por el año de la Multistrada S que conducía. 2016, le apunté; versión de 2015, rematé. Y entonces el campesino gabacho se descolgó, para mi primera sorpresa, manifestando con orgullo que él también tenía una igual.
Como es natural, mi actitud hacia aquel inesperado ducatista cambió radicalmente y con ello, iniciamos una cerrada conversación entre dos apasionados de la Moto. Él empezó a contarme que conocía algunos circuitos en España, como el de Alcarrás; mientras que yo, por mi parte, le revelé que soy periodista y cuál era el trabajo que hacía en aquellas tierras perdidas, las suyas. Alcarrás, insistió; y claro, me resultó entonces muy fácil imaginarle dejándose caer con su Multistrada por una pista tan próxima como ésa, para tomarse un café y contemplar el trazado desde la terraza. Pero aquel tipo de la Ducati fue más allá, y me habló de esa bajada espeluznante, con su curva ciega y su apoyo delantero, que da carisma al circuito ilerdense. ¡Vaya!, exclamé para mis fueros, ése es un detalle que no se puede conocer yendo sólo como mero espectador. Bueno, cabría la posibilidad de que hubiera hecho un curso de conducción, o tomado parte con su Ducati en algunas tandas libres; pero el tramo siguiente de la conversación fue mucho más allá, dejándome ciertamente desconcertado.
Sí, decidí a continuación preguntarle por Motorland, si conocía Motorland; y la mirada de aquel tipo rural se abrió resplandeciente, lo mismo que su sonrisa para mostrarme una dentadura tercermundista. Se arrancó a hablarme entonces de las partes rápidas del trazado aragonés, de la subida ciega, del Sacacorchos y de la increíble curva 10, con su final estirado en plena aceleración. Describía cada uno de aquellos pasos con la emotiva intensidad de quien le lleva a vivirlo, rodando sobre la propia pista aragonesa. Sin salir de mi sorpresa, le hice algún apunte más, creo recordar, sobre el viraje de entrada a meta, pero él dio un salto, prácticamente a renglón seguido, hasta el circuito de Parcmotor, en Castellolí, para pintarme con la misma emoción rebosada de sus ojos la bajada de auténtico carrusel que sirve casi de emblema a la escondida pista catalana. Asombrado, restregaba la extrañeza de mis ojos, con lo que debí de transmitirle algún gesto cariacontecido, que provocó la reacción del gabacho, invitándome con una seña a acompañarle hasta el espacio que se abría tras el umbral de un rectángulo que, más que construido, parecía horadado sobre el tabique. Al cruzarlo, descubrí la Multistrada S de la que me había hablado, apoyando su vivo rojo Ducati sobre la pata de cabra. Bien, hasta ahí se confirmaban las afirmaciones del francés. Allí estaba. Pero la mirada de aquel sujeto mostró un punto más de satisfacción y dos de sospechoso orgullo, mientras me observaba verificando sus palabras para dirigirme con ella hacia un rincón de la estancia, donde me topé, ¡caramba!, con otra joya boloñesa inesperada. Una Panigale 899, impoluta, con sus faros, sus espejos y sus líneas arrebatadoras rigurosamente concebidas sobre el plano de la Toscana. Mi impresión, y mi sorpresa, subieron hasta sacudirme de forma discreta en un rincón perdido como el de aquella gasolinera de pueblo, que aun hoy, al escribir estas notas, no sé a ciencia cierta dónde se encuentra. Sin embargo, el plato fuerte, por inverosímil que le resulte al lector, aún estaba por llegar.
Cuando no me había recuperado aún del impacto provocado por el descubrimiento de la 899, aquel gabacho agrícola me hizo gesto, para indicarme que le siguiera de nuevo. Lo hice, aún un tanto atónito, para cruzar el marco de una puerta inexistente, aún más congestivo que el primero. Agaché la cabeza, siguiendo sus pasos, y cuando por fin la elevé, otorgando un respiro a mis cervicales machacadas , después de tanto viaje, me encontré con una criatura insólita en semejante paraje, tan recóndito y apartado de los ambientes más velocistas. Las palabras de aquel individuo -ahora sí: ducatista hasta tuétano- sonaron dentro de mi cabeza con la mecánica que llegan, a veces, las explicaciones del guía acerca de la obra de Velázquez que da esplendor, como ninguna, a la mejor pinacoteca.
Sí, mis ojos atónitos captaron la imagen de una Panigale grande preparada hasta las trancas para la pista. Las fibras lisas, el amortiguador dorado y el escape bestial, que se emboscaba bajo la quilla, justo delante de la goma de carreras que vestía la rueda trasera. Me quedé literalmente perplejo. Así es, no daba crédito a lo que veía, o más bien no me sentía, a ciencia cierta, sobre un mundo del todo real, y por un momento tuve la impresión de verme como la víctima de algún perverso Matrix motorista, que hubiera programado aquella secuencia de mi vida para divertirse atormentándome, o sencillamente para tomarme el pelo, sin más. Una pila de neumáticos, tal vez Dunlop KR, tal vez Diablo Supercorsa, o cualquier otro modelo especial para la pista, se elevaba junto a la moto para casi terminar de perturbar mi razón maltrecha con tanto desconcierto, mi ánimo desvencijado con la desorientación que sufría y también por la prisa del momento, casi crítico, en el que aquella escena llegó a mi vida. Cuando apenas estaba grabando en mi memoria la imagen completa, con el objetivo de mi mirada, descubrí, para más inri, otro juego extra de llantas, creo que Marchessini, para aquella Panigale de carreras.
Pienso que el lector podrá empatizar con un servidor, y sabrá disculpar algo que no me he perdonado después de vivir aquel episodio con el aturdimiento de hallarme perdido, dando mil vueltas, en sabe Dios qué parte de la Europa conocida, justo por encima de Los Pirineos. Una desorientación que terminó por desconcertar la supina sorpresa de semejante colección ducatista, y que me impidió reaccionar, sin ser capaz de tomar ni una triste foto de aquel rincón insólito, igual que ni siquiera alargar mi mano con una tarjeta prendida entre los dedos para ofrecérsela, como honroso contacto, a aquel motorista de pasión arrebatada, a aquel ducatista de devoción supuestamente callada y para quien firma este relato, desde luego, inverosímil.
La próxima vez que me encuentre con un tipo enfundado en un mono estampado de lamparones, en el rincón más apartado de los circuitos, lejos del concesionario más flamante, de la tienda más chic para la moto, descuide el lector, que tendré muy presente la posibilidad de volver a estar frente a frente con el quemado más arrebatado de la región.
Es la segunda vez que me leo esta entrega y me ha gustado casi más que la primera XDD ¡no se puede desestimar a nadie con un mono de trabajo y lamparones, que luego pasa lo que pasa Tomás!
Desde luego, Raúl. Ya ves lo que puede pasar. Jajajaja.